viernes, 27 de marzo de 2020

RELATO

RELATO PRIMERA PARTE: LA MUSA Corría una pálida mañana de marzo en la ciudad de Firenze (Florencia), un sábado del año de gracia 1475. Sandro Botticelli acaba de abrir los párpados. —Buen día nos acoja Dios en el orbe, vocifera casi cantando. Apenas ha pegado ojo en toda la noche. Así lleva desde hace 48 horas, con los ojos como platos. No deja de sobrevenirle a la mente la onírica imagen de aquella hermosísima muchacha, cuyos verdosos ojos deslumbraron los suyos. Rememoraba perfectamente aquel místico encuentro, dos días atrás, con la figura que le tenía en duermevela. La tarde de ese jueves se hallaba, como de costumbre, en el mercado de la ciudad, a pocos metros de la catedral, finalmente completada por el genio Filippo Brunelleschi. Sandro buscaba adquirir nuevos colorantes y aceites, traídos de las remotas tierras asiáticas, para cubrir sus lienzos y pinturas al fresco. Sin apenas avisar, del horizonte surgió, velozmente, un elegante coche de caballos y la multitud, con sus andares y venires, se echó violentamente a un lado de la vía. De no haber ensayado mejor sus reflejos y contar con un agudo sentido de la vista, unido a la cualidad de observador detallista, la muchedumbre se le habría venido encima. El conductor del vehículo había perdido el control, viéndose obligado a frenar en seco, al grito de ¡so! y los animales corcovearon durante un fugaz instante. Después de conseguir apaciguarles, el cochero se bajó de su puesto dirigente en ademán de abrir la puerta del lujoso carruaje. De él descendió, en primer lugar, una joven que rondaría los veintipico años y meritoria de figurar en las deidades de la mitología greco-romana, una creación divina del señor. Jamás borraría de la memoria su fisonomía. Cabellos dorados, ojos del tono de los campos y viñedos cultivados en la Toscana—Si en sus largos viajes el macedonio Alejandro se hubiese cruzado con ella, la habría tomado al minuto por la hija de Afrodita (Venus en el credo latino) o la mismísima diosa materializada en un cuerpo mortal. Proseguía con su descripción simétrica. Su piel clara y suave, labios carnosos y coloreados con el tinte del amor carnal. Ni demasiado elevada en estatura ni tampoco pequeña. Su sonrisa arrancaba de golpe las penas y tornaba en creyente a quien aún fuese pagano. Embelesado, Sandro repetía para sus adentros —¡Qué afortunado yo, un humilde enamorado de la belleza de Dios y plasmador de su obra, por divisar la criatura más hermosa y pura del jardín! La acompañaba—o mejor dicho custodiaba— su esposo, un hombre de semblante duro y no demasiado sensible e importante mercante, poseedor de múltiples bienes y granjeada reputación. Sandro, de credo apostólico romano, aderezado con la lectura de fuentes mitológicas profanas—los clásicos, griegos y romanos— proveídas por su estimado amigo, Lorenzo de Medici , y psíquicamente atrapado en aquel episodio, estaba plenamente convencido de que Dios había enviado a la angelical doncella, con el firme propósito de inmortalizarla en la tierra. Adoraba al filósofo Plotino. La idea plotínica de la belleza (la perfección)—atraparla—, debía hacerse pictóricamente carne y de ese modo, siguiendo al maestro, luciría como un reflejo de lo absoluto. ¿Pues no era ese el fin del arte? Dejar testimonio de la mano del hombre, imbuido por la fuerza benigna de Dios, y ejecutar su plan en el orbe. (Continuará)

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