lunes, 16 de marzo de 2020


Primer paso: Abandono del domicilio. Marcador de ansiedad, bajo. Cruce del portal y contacto con la vía urbana. Incremento. Aparición de viandantes en mi ángulo de visión. Experimento una leve subida de la preocupación. Procuro mantener la distancia prudencial. Me aparto, cual habitante de la urbe en la era medieval o la terrible gripe de principios (la del 18) del pasado siglo, amén del preocupante esputo sanguinolento, que mancilló tantos pañuelos y seña de guillotinazo a la salud. El nombre eriza el vello corporal, sí hasta el púbico, con alguna que otra hebra de plata ya en crecimiento vertical: Tuberculosis.

Prosigo mi recorrido, en modalidad de médico de la peste, o periodo de crisis nuclear. El lunático suicida saliendo a por medicamentos en pleno Chernobil. El gobierno da carta blanca a la operación de adquisición de fármacos, pero a toda leche. Nada más que me resta echar a correr, como un inocente judío asechado por la mirada asqueada de soldados del Tercer Reich.

Bajo la calle. Transeúntes paseando a sus perros. A paso de tortuga, ellos. Algunos peatones charlan como si la amenaza del virus no fuera con ellos. Afortunadamente, no observé terrazas ni bares abiertos. Alcanzo el centro de salud con objeto de solicitar una receta.

Interior del recinto. Número inferior a siete personas. El personal mínimo. Acceso al mostrador respetando el perímetro de seguridad. Me recibe una señora vestida con su mascarilla y guantes. Deposita la hoja con el permiso del médico, la vía de acceso a la compra en la farmacia. Brevísimo intercambio de palabras. No hago caso a Schopenhauer. Ignoro el término medio entre el agobio y los sangrantes pinchazos al permanecer juntos y la lejanía. En su lugar, guardo la máxima distancia posible. Este cuerpoespín está helado, pero de miedo. Diálogo corto. No renunciamos a la diplomacia. El trato cordial es el mínimum.

Mis pies se despiden del edificio. Destino, la farmacia. Atravieso las calles como alma que lleva al diablo. Desde luego, a colación del señor de las tinieblas, el escenario es un homenaje a Dante ¿A qué puñetero círculo del infierno pertenecería? Me quedo mentando este interrogante. Al fin alcanzo a la farmacia, los "boticarios" en la era—no tan ajena, el sentimiento viaja como Martin y Doc en su Delorian—del medievo y algún sonado brote de enfermedad, acaecida en épocas pretéritas y con flecha en línea recta.

Entro en la estancia (la farmacia). El detector térmico sensorial señala la presencia de clientes. Paralizados. A todas estas. Advierto que mi ansiedad ha ascendido. Procuro desviar la atención. Agradecimiento a las clases de mindfulness. Concéntrate en la respiración. Inhalar. Expirar. La fortuna me sonríe. La encargada no demora en atenderme.

Nuevamente, proceso de entrega de mercancía, al impersonal estilo de pillar farlopa del camello. Evidentemente, en esta coyuntura, no se cata lo que se entrega. Entrega del permiso. Pago con tarjeta. No me arriesgo con monedas corrientes. La encargada cubre sus manos también con prenda de cirujano, los salvavidas en la sala de urgencias. Joder. Espero no verme bisturizado. —Diálogo interior: Aplaca la hipocondría, Jorge—. Repito otro ejercicio de mindfulness. Recibo el medicamento. Una señora bloquea la salida. Le pido amablemente que despeje la vía. Ya en la calle, aumento el paso. Las sesiones de terapia cognitiva han dado sus frutos. Mantengo el estrés a raya.

Camino céleramente. La farmacia está aneja a mi zona de residencia familiar. A unos pocos metros, "hogar dulce y seguro hogar". Llego a la puerta del portal. La zona, poco menos que radiactiva, queda fuera de mi radar. Llave en cerradura. Ese truco que conozco. Empuje. Marco el correspondiente piso. Subo en el ascensor. Accedo al domicilio. Ligero golpe de puerta. Salir a la vía urbana estos días es una auténtica Odisea. A todas luces, el poeta clásico Homero se las vio con alguna epidemia.

La guerra y la enfermedad. Contextos tremendamente parejos. Y en el centro de la tragedia, el amor (philia y eros), igual que el de tantos médicos, enfermeros y demás profesionales de la salud, jugándose el tipo de sol a sol e insomnes madrugadas para erradicar este puñetero mal de nuestras vidas. Nos hallamos en el exterior, el balcón. El reloj apunta a las 19:00 horas. Los vecinos acuerdan el acto. Un sonoro aplauso dedicado a su encomiable labor 👏🏻👏🏻👏🏻

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