domingo, 5 de junio de 2022

Del intelectual y la enfermedad del poder

 Estimo como deber moral de cualquier intelectual, amante del saber, encarar al indiferente intelecto y obrar siempre con buen corazón. Me viene a la mente la recomendación del sabio estoico, Marco Aurelio: "Si quieres vencer a un enemigo, entonces no te parezcas a él". Si alguien es malvado contigo, responde con la diferencia y no te le asemejes. No te transformes en objeto resentido y otorgues al agresor justo lo que pretendía. Tu ira es tu mayor debilidad, mientras que la contestación amable representa la "prudencia" aristotélica: "Una inteligencia deseada y un deseo inteligente". Lo que entraña pensamiento no renuncia a su corazón, sacrificado a la irracional y bárbara razón, traidor de sí. Otra magnífica recomendación al respecto por parte de otro maestro, el señor Miyagi, en la segunda entrega de la saga cinematográfica, "Karate Kid": 

"Nunca anteponer pasión a principios, aunque creas ganar, al final tú pierdes". 

Esos principios suponen el lado afectivo, la buena voluntad-intención, e inversamente, la pasión ocuparía el lugar de lo que normalmente llamamos razón, la sed de dominio y control. Viene bien incluir al filósofo Immanuel Kant en esta ecuación, cuando en su "Crítica de la Razón Pura, aquel mencionaba que "los conceptos sin intuiciones son vacíos y las intuiciones libres de conceptos ciegas". Pues idénticamente acontece con el intelecto y el corazón. Una mente sin conciencia moral-corazón es ciega y una conciencia moral emancipada del pensamiento sobrepasa la vacuidad, en tanto que comprende un absurdo, quedando incapacitada para albergar conciencia moral. 

El buen intelectual precisa de los dos atributos: Pensamiento y buenos sentimientos. En el supuesto de que no tenga lugar un fondo de generosidad y altruismo, deseos de limitar el sufrimiento ajeno en la persona, sin el ánimo de hacer daño. Entonces, toda suerte de intelección será el impulsor de la mala sangre en dicha persona, puesto que como ya dio aviso el filósofo Arthur Schopenhauer, el ser humano frente los animales es capaz de mayor mal por el empleo de la inteligencia, a manos de la facultad de la razón. 

Una razón por encima de todo es el preludio del desastre, de la liberación de los deseos ciegos del individuo, simulando el paso de un huracán sobre un poblado construido con casas de adobe. El intelectual que se comporte sin corazón no dista del que calificaríamos como monstruo o demoníaco, el "mal radical", pues su imaginación no conoce frontera entre lo humano-inhumano, y como resultado de lo anterior torna lo inhumano como humana propiedad y se enorgullece de su pensamiento criminal, exaltándolo como genialidad y por supuesto, dando muestras de conformar un modelo de conducta. 

El subrayado anti-intelectual ya está perdido y deambula por el mundo como Bruto, después de haber apuñalado por la espalda a quienes afirmaba amar o defender. Para sus adentros sabe perfectamente que ha corrompido al saber. Este individuo ha obviado el despótico poder implícito en todo saber y debido a ello, el saber ha mutado en lo que siempre fue desde el inicio. No existe mayor deshonor para la conciencia que no cavar hondo y cuidarse de sí misma. Prevéngase también quien albergue bonhomía de las ataduras del saber. Nadie está a salvo de sí. El que se vanagloria de su bondad está bien lejos de la bondad entre sus virtudes. Aquel que la mantiene en secreto, no la va promocionando y la exhibe cuando el prójimo o alguien allegado le necesita, es quien realmente merece ser llamado bueno, altruista o desinteresado. Nadie requiere de sacar a paseo lo que ya ha cultivado o se halla desarrollado. 

¿Contradicción con lo que expresé al inicio?

Más bien verdades. Las verdades siempre cuentan con paradojas e incoherencias. El intelectual que no espere ser apresado por el saber debe, como indiqué, estar alerta en todo momento contra el logos, el concepto. No debe permitirse dejarse capturar por él. No debe consentir que sus sentimientos se vuelvan conceptuales y externos a este. El saber acostumbra a anestesiarnos y el mundo sensible termina por lucir en un plano de falsedad, y llegamos a representarnos como pocos menos que los ángeles de "Cielo sobre Berlín", contemplando desde nuestro espacio metafísico lo que nuestra mirada configura como espacio metafísico divisado también. Ante todo somos seres humanos, de carne y hueso con órganos y mortales. El hombre es un ser esencialmente enfermo clamaba Unamuno. Prudencia, prudencia ante el saber y la mordedura de su fruto prohibido. El saber quiere ser inmortal, sobrepasar muestra humana y efímera condición. 

¡Ah! Pero no se trata del saber, sino de su semilla: el poder. El saber necesita emanciparse del poder, de la utilidad si se quiere ser más claro, el para qué. Y se preguntará el lector ¿de qué sirve el saber que se queda quieto? Una equivocación pensar de este modo. El saber fluye y se abre todo el rato, como un vasto océano, indeterminado en su superficie y hondura . Los diques y límites son los que el poder le adjudica. El saber de por sí encuentra siempre un por qué en el preguntar, en sí mismo. El poder en cambio pregunta por qué no termina ya la pregunta y se salta a la siguiente. El poder es el intelecto ausente de corazón, la ética sin normas normatizada por la destructiva anarquía que fulmina el principio de conservación que aseguraba llevar a cabo. 

Son los principios, el buen corazón, el basamento del buen intelectual. El principio que vislumbra el hasta aquí llego. La declaración del Macbeth de Shakespeare : "Me atrevo a hacer todo cuanto es propio de un hombre. Quién  se atreve a más, no lo es”. Lo humano como desengaño del concepto inhumano bautizado como humanidad, una masa de sujetos hueca, y recordando lo dicho por Kant hace unos cuantos párrafos atrás, ciega porque carece de la intuición, de los principios, del corazón y el saber que acumulan no es sino poder, enemigo de las fronteras macbethianas y contradictoriamente, el crimen que alcanza a cometer después el propio Macbeth para obtener el poder y coronarse rey. 

Entre la bondad y suprapotencia de Dios, la humanidad no capta la incoherencia, la imposibilidad. Un Dios que todo lo pudiera es incompatible con una suprema bondad. El poder consume la vida, y tal vez por eso lo enfermo rodea a la condición de todas las cosas vivas, bajo la maldición de querer sobrevivir, de ejercer poder sobre lo demás—voluntad de poder en F. Nietzsche—. Como es de sobra deducido y comprobado, a medida que se envejece el deterioro, la corrupción se ve incrementada pues todas las cosas se aceleran con el paso del tiempo, lo bueno se torna mejor y lo malo se malogra más aún. Aquellos que fueran crueles, engreídos y déspotas en su inmortal juventud observan como su cuerpo o bien su mente se cobra una justa venganza. Justicia sanitaria. 

Durante la primavera se jactaban de representar el papel de míticas deidades. Con el arribo del otoño e invierno a sus vidas, la fragilidad ha reemplazado a su falaz pretérito poderío. Por el contrario, quienes ejercitaron su virtud o corazón en los coloridos tiempos, precaviéndose de la enfermedad de la vida, del poder, a la contra de ser valorados como eruditos o iluminados, luego adversarios de la ambición. Estos últimos acostumbran a obtener una recompensa no pretendida: una vejez libre para alcanzar la autorrealización: "eudaimonia", verdadera felicidad, acuñada por el filósofo estagirita, Aristóteles. [Ética a Nicómaco], 

No se ha de dejar pasar tampoco de donde procede el término eudaimonia: El demonio o espíritu que está bien o es bueno, la conciencia que está en paz, la acquiescencia, citada por el pensador neerlandés Baruch Spinoza en la quinta parte de su "Ética". El sabio maestro de Platón, Sócrates, denominaba a su espíritu daimón-demonio. Fue Descartes, posteriormente, el filósofo que acusó a la voluntad de los sentidos, el lado sensible, de engañar y confundirle y mediante la razón—según él sana—la convirtió en "mala voluntad". Descartes situó entre las cualidades de su genio maligno las opuestas a las de la matemática y el orden de su método racional. A sabiendas condenó al sentimiento a la jaula del inconsciente en el plano del conocer y el saber, creyéndolo un dragón dormido que pensamos jamás asolará ni asomará mientras la razón someta todo a su juicio. De tal modo dormitó el poder en el pensamiento.

La razón como juez de, paradójicamente, aquello que precisamente contribuye a que la razón sea consciente de sí misma. Descartes atentó contra su raciocinio al eliminar el sentimiento. Finalmente quien engaña no es el genio maligno, lo corpóreo y sensible, sino la parte cogitante o intelectual, la razón teologizada, la perfecta y calculada matemática [ratio]. En otras palabras, el orden, su Dios métrico-racional omnipotente y en absoluto todo-bondadoso ¡¡¡La frialdad de las cifras y la cuantificación!!! El canto antivitalista—el intelectual y su proceder como un ser abstracto e impasible . El grabado del pintor realista, Francisco de Goya y Lucientes, no deja lugar a dudas: "El sueño de la razón produce monstruos". 

El corazón humano des-empoderado, ajeno a la voluntad de poder, inmune al deseo biológico como ideología, al credo del egoísmo, es inconscientemente sano. El poder deja marca y pocos salen vivos de su incendio. Todo lo que tiene cabida para crearse, las hipotéticas "mil maravillas de la creación", dan pie a un horror aniquilador inefable, que vuelve insignificante el holocausto nazi y las torturas y matanzas que ahora mismo se están produciendo en el espacio geopolítico apagado a la información: Afganistán y otros tantos lugares del globo, donde los derechos humanos brillan por su elevada abstracción ¿y no queda mejor alegar que, precisamente lo que no sabemos que está sucediendo allí reproduce la esencia de esta humanidad descorazonada, hueca? No es causal que el amor se haya distorsionado o equiparado al placer sexual y ni de ese placer se satisfacen los amantes, porque el deseo y la la razón cabalgan en el mismo terreno. Hipócritas me resultan los intelectuales que henchidos de orgullo hablan de moralidad mientras asienten al silencio de tanta injusticia

La utilidad supone un medio siempre y por lo tanto trae consigo lo contrario al fin en sí mismo, al contenido, la plenitud, la felicidad. Incluso el que se dice intelectual incurre en esta misofilia—odio al amor, lo erótico y en su lugar da paso a la aceptación de lo pornográfico, del hedonismo, al estilo de vida bohemio de Baudelaire y el personaje del Dorian Gray de Wilde ¡¡¡No privarse de nada, la vida está para gozarla!!! aúlla el intelectual ¿y cuando ha podido competir la moralidad con los caprichos calificados equivocadamente como necesidades básicas, tales como la nutrición, calor, vestimenta, o refugio? 

La moralidad fenece cuando grandes dosis de placer la seducen, análogo a ese experimento de Milgram, en el que los sujetos investigadores les aseguran a los participantes del experimento que no existe riesgo alguno en que aumenten la descarga de electricidad hacia el otro grupo que está conectado a unos electrodos. Cuando se equivocan los segundos al formulárseles una pregunta, una cantidad X de voltios recorre su cuerpo. Conforme avanza el experimento y ante la promesa de seguridad de los investigadores, investidos de autoridad acerca de que los otros sujetos no experimentan dolor, los encargados de accionar el botón suben el número de los voltios. 

Así obra en realidad la enfermedad de la vida, de toda vida con consciencia—No entro en este punto a debatir si los animales son conscientes o no, en tanto que todavía se está indagando sobre el tema y es prematuro ofrecer una contestación—el poder con base en el placer de la autoconservación. Sin lugar a dudar padecen dolor y experimentan placer. Eso nadie lo niega a día presente. 

La efigie de la razón hambrienta de dominio [poder] y de la que es hija la absolutización del sexo como emblema o señal de amor. Amor como relaciones íntimas de simple intercambio, no muy distinta de la compra de los muebles y demás bienes del domicilio. Amor restringido a esa dimensión. Amor como herramienta, uso u objetivo. El amor como un bien fungible. Los múltiples actores del amor [madres, padres, amigos, amigas, familiares, a las mascotas, etc] bajo la ley de la oferta y la demanda.  

A colación de lo anterior, nada más que se atiende a la forma, como ese sujeto cartesiano—un yo pienso— mutilado, sin cuerpo. A lo mejor por eso el cuerpo se demanda tanto actualmente, porque es el objeto de posesión al que ha reducido la razón el fenómeno de lo corporal, a lo cárnico, a la naturaleza desmembrada y catalogada cual producto de charcutería. He aquí otro espejo más del poder y el egoísmo, la enfermedad que azota al ser humano y la vida en general, por su querer autoconservarse a cualquier precio. 

No se degusta una actividad o afición cuando el fin se figura como concepto del entendimiento lógico que la esclaviza ¿qué lugar queda para la libre imaginación y el auténtico deleite que no ansía aplauso, el desenlace cuando la noción de placer se halla cosificada y debe atender a un propósito mercantil, de consumo o similar, a la prisa—la causalidad del destructor tiempo? ¡No hay tiempo que perder! Y en realidad ya se agotó el tiempo, por esa necesidad de dominio y el sentimiento de angustia al no cumplir el plazo fijado de su entrega y finalización. La óptica laboral transportada al ocio, tal como apuntaban los postkantianos de la Teoría Crítica-Escuela de Frankfurt allá por los años 60. No hay ámbito para la calma y la contemplación que sí harían posible la perseverancia dichosa del ser—una subsistencia no angustiosa y libre de egoísmo

El sujeto prueba constantemente el agua salada brindada en forma de adquisición y consumo vicioso de objetos, y jamás ve saciada su sed. Llegado el momento, fruto de la cantidad enorme de sal, el veneno de la vida, se inunda su organismo—ejemplo de los problemas de la salud alimentaria actual, la cultura de "la comida basura", amén de otros malos hábitos desencadenantes de infartos a edades tempranas— y pone fin a su absurda y superficial existencia. De tal manera se me dibuja la vida en estos tiempos consumistas que corren. 

La cuestión subyace en actuar como Marco Aurelio y no hacer acopio de rabia ante este maremagnum de malestares, belicismo y caballos de batalla. No pagar con la misma moneda. Hay que amar ¿será el amor la cura para tanto odio y egoísmo? ¿y cómo se alivia el amor egoísta? ¿cómo sanar al animal enfermo que somos? Ni siquiera el intelectual está capacitado para ofrecer una respuesta. Quizá jamás la desentrañemos ¿por dónde deambulará nuestro futuro? 


sábado, 4 de junio de 2022

De la envidia

Únicamente me desharé de la envidia hacia los demás cuando no sienta envidia de lo que no soy yo. Como nombraba Unamuno, hay que desear ser uno y no otro, pues este que uno es, sujeto de carne y hueso, es único e incomparable. Tal es su riqueza, que inconsciente de su fortuna, la confunde con pobreza, porque la codicia—un rasgo bastante extendido entre los seres humanos—nos impulsa siempre a acumular más, y tal cosa vale para eso que llamamos yo, el yo individual que anhela un más allá de sí, una inmortalidad que se materializa en ese deseo de ser lo que otro es. Su alma busca la eternidad en algo fuera de él mismo, en lugar de lo correspondiente al conatus de Spinoza o "deseo de conservarse de todo ser". La piedra sabe que no será sino piedra.