sábado, 29 de febrero de 2020

Venía yo meditando esta tarde rota y anómala del día bisiesto, las inversiones en los títulos literarios y la manera en que se alteraba el hilo de los relatos. El poder del lenguaje es arrollador ¿por qué contentarnos con un mundo derecho? ¿acaso hemos jugado a poner el significado patas arriba? 
20.000 submarinos en un viaje de leguas, viaje a la tierra desde el centro, de la luna a la tierra, 100 soledades en un año, el tesoro de la isla, las moscas del señor, no tiene quien le escriba a un coronel, la cólera en el amor de los tiempos, de mis putas tristes memorias, anuncio de una crónica muerte, del demonio y otros amores, el sueño es vida, escarlata en estudio, la comedia divina, al edén del este, las noches y una mil, la rosa del nombre, las maravillas en el país de Alícia, mi rojo es nombre, el hojalata de tambor, la criada del cuento, entre el centeno del guardián, la alegría de la casa, los mundos de la guerra, ¿las ovejas sueñan con androides eléctricos?, en tiempo perdido de la búsqueda, una dama de un retrato, las tinieblas del corazón, lo salvaje de la llamada, ciudades de dos historias, el adolescente de un retrato artista, Venecia en la muerte, subsuelo de las memorias, el ridículo sueño de un hombre... 
Todo se torna más atrayente y, obviamente vertiginoso, cuando se le da la vuelta ¿y no es curioso que aún así no pierda el sentido o coherencia? Adquiere una nueva ¿no será que andamos tan ensimismados en el orden aprendido, que incapaces somos de hallar uno novedoso? ¿no es este el mal que acusa y acosa a la endeble, casi agonizante creatividad?

domingo, 23 de febrero de 2020

Los caminos de la razón.

La razón es el principio de cualquier conciencia moral (responsabilidad y deliberación meditada), pero esta ha de verse movida o motorizada por la emoción.

Aparte, es la emoción quien le concede a la acción racional su fondo afectivo y solidario. El deber me mueve a actuar porque, si bien espero que la otra persona obre como yo lo haría, me he comprometido. Ha tenido lugar anteriormente una motivación para decidir actuar de tal modo. No aconteció una programación. Traduciendo esto, debió producirse un placer y motivación, que me condujese a obrar con deber y justicia. De lo contrario, si fuese dolor la sensación atravesante, el imperativo haría aguas por todos lados y renunciaría de lleno a esa buena voluntad racional (deber), pese a la presunción de correspondencia en los demás.

Este es a mi parecer el déficit de base en la ética kantiana. La presuposición de la perfección e idealización del sujeto ético ¿de qué sirve atender o preocuparse por un sistema concebido como infalible? ¿para qué un recordartorio a la conciencia respecto de lo correcto, si a quien afecta no está en riesgo de errar?

Si se pretende la objetividad del juicio (sensus comunis), no es que haya que reprimir las inclinaciones, sino redirigirlas hacia consecuencias positivas para los actores, al tiempo que se les toma como fines en sí mismos, sujetos con dignidad y se les corporaliza. En otras palabras, los sujetos pasan de la mera formalidad lógica a principios de acción tangibles y contextuales y sin que tampoco peligre su integridad y civismo.

Ahora, en esta tesitura, es cuando se evidencia la problemática y realidad ética de referirse a un sujeto vulnerable, inseguro y corruptible en cualquier momento. Es entonces cuando la conciencia kantiana de tomarse, en el imperativo categórico, a uno mismo como valedor de justicia universal y prevenir ese "mal radical", la torcedura de cualquier ser humano hacia la barbarie (el lado siniestro de la razón con carácter instrumental), cobra un sentido y asentamiento práctico. Luchamos por los derechos humanos, porque sabemos que dichos derechos no están asegurados.

"Los caminos de la razón".

J.B.B

sábado, 15 de febrero de 2020

—Me pregunta usted por qué me desagrada en exceso la telebasura o visionar programas de prensa rosa/ de cotilleo.

—Es como si se me interrogase acerca del motivo por el cual, aún poseyendo escasas nociones sobre venenos y albergando suficientes neuronas, no decido ingerir el matarratas que han vertido en distintas secciones de mi edificio esta semana.

—Digo más. El cuestionamiento, es equiparable en su absurdo, a ser un optimista empedernido y acudir presto a por un bote de cianuro. Claro que comprendo, lo que no significa que lo comparta, que haya quien anhele lobotomizarse con chismes de desconocidos con objeto de huir de los ajetreos de la jornada.

—A estas personas les recomendaría que, ante tal encrucijada, se den un empacho de matarratas, repelente de insectos o compuesto químico letal a mano. Mejor intoxicarse que malgastar, a la par que maltratar, un órgano tan hermoso y poco dado al uso como el cerebro.

Fdo:

"Movimiento por la justicia y solidaridad con el cerebro."

martes, 11 de febrero de 2020

MICRORRELATO

MICRORRELATO

Oscuridad. Un fogonazo sonoro. El sonido del despertador. A tientas apagas el artefacto. Duermes otro margen brevísimo de tiempo. Retornas a comprobar los minuteros y segundos. Te incorporas a toda prisa del lecho. En menos de lo que tardas en pestañear—casi barriendo la velocidad de la luz—, te calzas las mullidas zapatillas localizadas a la vera del colchón y andas medio dando tumbos hasta el cuarto de baño, cual autómata teledirigido, con rumbo a la taza del váter y después al lavabo. Con los párpados aún con las cortinas bajadas, alivias tanto el peso de la vejiga como del estómago.

Acto seguido, abres la llave del metalizado grifo. Introduces las manos debajo del frío caño y las llevas a la adormilada cara. Ejecutas una proyección, inconscientemente calculada, del elemento líquido hasta el eje ocular o las zonas cercanas. No obstante, es altamente probable que el agua bañe la parte del cuello. Empapas bien ese todavía amodorrado rostro. Notas que tu cerebro sale de su estado hipnótico. La imaginación hace inicio de sus gajes cotidianos.

En esos instantes—presentados como atemporales—, recreas que hundes el semblante en un limpio riachuelo de las apartadas montañas, esas que recorrieron tus paisajes oníricos, pero que apenas rememoras. Doblas o triplicas la operación de mojar la faz. Agarras la suave toalla de su punto de anclaje y restriegas tu húmeda efigie contra la seca tela.

Una vez con la conciencia al 56% despierta, dependiendo del sujeto, sales de la sala higiénica en camino a nutrir y acallar esas ladrantes tripas. Preparas tu cotidiana dosis alimentaria de hidratos, proteínas, cereales y fruta. Seguidamente, conectas la cafetera eléctrica. Transcurrirán unos minutos de espera hasta el recibimiento en boca de la absenta marrón. Al fin llegó el momento. A diferencia del despertador, te encanta esta alarma, la onomatopeya emitida por el café filtrándose y cayendo finalmente en el recipiente de la máquina. Tomas una taza de la alacena y viertes el brebaje en su interior.

Tras finalizar la recogida de tu bebida desperezadora, te sientas a la mesa y enciendes la radio. Sintonizas el dial óptimo para tu ánimo. Eliges la sección musical. Las noticias de política te inducen a regresar rápidamente a la cama. Suena algún viejo éxito sesentero o setentero. Monologo interior—Brutal la parte de la canción sonante ¡¡¡Uff!!! Ese solo de guitarra lo reproduce el inmortal mago de las seis cuerdas, Hendrix, en exclusiva.

Sorbes pausadamente el elixir. Captas sus notas y matices con incisiva ignorancia de nociones en la materia—ojalá asistieras a una cata de cafés—. No dispones de tiempo para más distracciones. La obligada ducha y vestirse para acudir a las responsabilidades.

Lectura durante el último mes del físico Albert Einstein. El tiempo es relativo. Tú vives toda esta rutinaria historia a cámara lenta y realmente acontece en menos de 15 minutos. El correcaminos normaliza su velocidad. Yo adecuo/adapto el ritmo de vida a mi percepción.

Una cuantificación de acuerdo con las marcas temporales de ese preciso mecanismo. Un instrumento que no se agota en el objeto visible. También se palpa su tic-tac subterráneamente, en los sótanos del pecho, mediante sus movimientos de sístole y diástole—indicador de la vida y su detenimiento, el sueño eterno.

domingo, 9 de febrero de 2020

Escribir con caracteres literarios—la diferencia entre una pieza literaria de la que no lo es— exige unos mínimos de transgresión, una brecha con lo esperado, la tensión, sorpresa...

He visto a docenas, centenas y millares de articulistas, comentaristas, ensayistas y algún que otro escritor elaborar textos impresos, mas estos se afanaban tanto en ser sumisos, no quebrantar con la palabra lo establecido, que finalizaban por no calar en absoluto en la psique del receptor. Su aspecto, sumamente formal, era semejante al de esas aburridas gráficas, pasadas de largo—salvo para los expertos en economía e inversores—la correspondiente a la sección de los movimientos de la bolsa. "Palabras huecas y sin alma". No tratamos con cadáveres, señores y señoras míos.

La literatura se encamina en la vía opuesta a los farragosos datos econométricos. El material literario tiene por norma emocionar. Vincular al lector con el contenido, a modo de introducir la temerosa mano en el boquete de una superficie de hielo, notar el sudoroso calor próximo a las brasas, aspirar el aroma de una exótica selva floral, oler las melancólicas aceras mojadas, palpar el llanto y agonía de un personaje roto, empaparnos con sus gozos, la apetencia de cobrarse una venganza, el retrato de la encendida pasión y los destinos trágicos, etc.

A mi juicio, en eso consiste y se distingue una obra literaria de la no literaria. Inclusive, pese a relatarnos un escenario futurista, tan propio del género de ciencia ficción. Allí donde los circuitos y elementos robóticos predominen enteramente y las emociones constituyan una nimiedad en la sociedad descrita.

Hasta en este cibernético contexto, el aparato afectivo nos atravesaría, ya sea por los hondos e inconfesados  suspiros de los protagonistas al querer sentir y verse impedidos o que dicho entramado mega- lógico y racional no constituya más que una metáfora irónica  utilizada por el creador, con vistas a criticar los excesos de la falta de inteligencia (vida) en los opacos corazones de metal. Justamente, de eso va el meollo de la literatura. De sentir, romper moldes y vivir emotivamente en-ser parte de- lo narrado.

miércoles, 5 de febrero de 2020

El misántropo comprende un ser tan narcisista que, en tanto que se aborrece a sí mismo, se ve proyectado en la totalidad de seres humanos. En el espectro opuesto, el filántropo incurre en el mismo fallo. ¡¡¡Joder!!! ¿Acaso no tenemos derecho a que nos caiga mal o expresar antipatía hacia alguien esmerado en la malevolencia? ¿y quién puede negarme a que me regocije con un gesto amable o acopiador de solidaridad, humanidad?

Personalmente, no me defino ni como enemigo de la humanidad, ni como defensor a ultranza de esta. Estimo que nos queda un largo trecho de evolución y que hacemos lo que podemos, pero cabe contribuir mucho más de lo que lo hacemos.
Es decir, que más bien sería un "mediántropo", ubicado en un punto intermedio, a caballo entre el aprecio y desprecio generalizado y ausente de razones empíricas (no constituyo un ojo de Dios para decantarme por la salvación o condena globales) para inclinarme por un vértice u otro, luego a mi entender ocupo una perspectiva— que me atrevo a llamar— realista.

Lo anterior queda, además, respaldado por el sentimiento acotado-fronterizo de empatía hacia el prójimo. Apostar por una empatía o psicopatía absolutas—por lo menos a mí— me conduce a un marco metafísico, donde me veo impedido de ofrecer cualquier contestación.