sábado, 4 de noviembre de 2017

Pese a que el público no se lo imagina, el escritor comete muchos más abortos que partos. En mi caso, si es que acaso puedo llamarme a mismo escritor, en relación al último, llevo a cabo alumbramientos de ideas, que tras expulsarlas aborrezco sin parangón.

Desprecio a mi obra. Repudio a los bebés, cuyo líquido amniótico y restos de placenta aún caliente, resguardada en la casi total ignota recámara de la conciencia, salpican la superficie digital. Su llanto no me enternece. Después de dar a luz, me olvido por completo del ser que nace, y me concentro en fecundar con la masa gris superviviente, a tenor del deterioro psíquico diario, nuevos elementos forjadores de vida.

Soy un psicópata de las letras y amasijo de cavilaciones compuestas. No siento empatía, apego por el material creado. Éste me es ajeno, porque yo mismo lo soy de mí. Más bien, mi auto concepción apunta a una imperfecta y enfermiza criatura, arrojada a una confusa existencia, y paridora  de impredecibles mundos. A veces distópicos, monstruosos, espantosos, aberrantes, y en efímeras ocasiones, envueltos de una misteriosa belleza, en la que jamás me veré reflejado.

Anhelos extinguidos raudamente. Esperanzas de una mejor condición que la recibida por el híbrido entre naturaleza y cultura. Así es este solitario jorobado, poético campanero de un Notre Dame lejano y maldito. Un escritorzuelo en ciernes, que día a día se afana literariamente en modificar el error que el mismo constituye.

J.B.B

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