lunes, 23 de septiembre de 2019

Si se piensa bien, se produce una relación sumamente estrecha entre el suicidio y la felicidad. Si bien nos referimos a espinosos temas, en especial el calificado como "auto-asesinato/auto-muerte", el sacrificio del individuo que llega a alcanzar el grado de crimen.

Desde un ángulo digamos más frío, analítico; alejado de los posibles sentimientos de temor y malestares personales frente al concepto y sus implicaciones éticas; ambos representan promesas en lo atañente a dejar de padecer sufrimiento.

El primero se dibuja como un ticket seguro de abandono; un viaje sin retorno al mismo vacío, una suerte de limbo—espacio incierto en suspensión—. La segunda constituye un pasaje extraviado, que a veces hallamos y compramos para volver a perderlo nuevamente por nuestros propios medios.

La felicidad es el sueño del trayecto por la solitaria autopista de los recuerdos; los momentos gratos del olvido del ser, la "borrachera existencial", cuando el tiempo se nos manifiesta metafísicamente congelado y el dulce instante luce eterno, casi borrando el rastro de la conciencia sobre él mientras dura.

El suicidio comprende el sueño de quienes presos de desesperación anhelan marcharse con prisa, apostando por una felicidad fundamentada en la nada, el no ser. Inevitablemente, tanto en uno como en el otro se suspende el juicio (pregúntese si es feliz y se evadirá cualquier destello del contento previo) y con ello la noción y amenaza del dolor ¿a qué precio? Lo que sí es cierto, es que la renuncia envuelve a ambos.

J.B.B

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