lunes, 4 de mayo de 2020

Los humanos contamos con un cerebro realmente perezoso, que parece eludir catástrofes venideras y mirar para otro lado, hasta que estas le estallan en la cara. Entonces, cuando se divisa de primera mano la temible amenaza, el sistema límbico [respuestas fisiológicas] sale de su trance o mejores calificativos: "evasión", "autoengaño", "falsa creencia/creencia falsa", "realidad falsa"... y diseña la respuesta evolutiva conveniente, aunque tardíamente.

La precocidad, cualidad de reacción temprana, no es un rasgo demasiado habitual en nuestra especie, salvo durante aquellos episodios de emisión de onomatopeyas y monosílabos, emanados de las cuerdas vocales de las parejas, mientras sus cuerpos trazan un 8 y otras figuras que vuelven tautológica [verdadera en todos los casos] la potencialidad de la flexibilidad en la anatomía, entre las sábanas.

La subsistencia cobra verdadero interés, si la posibilidad de abandonarnos al placer se materializa, pero en lo tocante a prevenir un episodio de dolor a largo plazo, estamos bien lejos de ser eficaces. La conciencia dormita en su honda madriguera, resguardada de la asociación dolor—muerte. Únicamente, cuando la perspectiva de fallecer es, innegablemente, visible, el cerebro cumple con su cometido evolutivo. De resto, nos somos sino una plétora de microbios incompetentes, y nuestra extinción está casi servida.

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