martes, 11 de febrero de 2020

MICRORRELATO

MICRORRELATO

Oscuridad. Un fogonazo sonoro. El sonido del despertador. A tientas apagas el artefacto. Duermes otro margen brevísimo de tiempo. Retornas a comprobar los minuteros y segundos. Te incorporas a toda prisa del lecho. En menos de lo que tardas en pestañear—casi barriendo la velocidad de la luz—, te calzas las mullidas zapatillas localizadas a la vera del colchón y andas medio dando tumbos hasta el cuarto de baño, cual autómata teledirigido, con rumbo a la taza del váter y después al lavabo. Con los párpados aún con las cortinas bajadas, alivias tanto el peso de la vejiga como del estómago.

Acto seguido, abres la llave del metalizado grifo. Introduces las manos debajo del frío caño y las llevas a la adormilada cara. Ejecutas una proyección, inconscientemente calculada, del elemento líquido hasta el eje ocular o las zonas cercanas. No obstante, es altamente probable que el agua bañe la parte del cuello. Empapas bien ese todavía amodorrado rostro. Notas que tu cerebro sale de su estado hipnótico. La imaginación hace inicio de sus gajes cotidianos.

En esos instantes—presentados como atemporales—, recreas que hundes el semblante en un limpio riachuelo de las apartadas montañas, esas que recorrieron tus paisajes oníricos, pero que apenas rememoras. Doblas o triplicas la operación de mojar la faz. Agarras la suave toalla de su punto de anclaje y restriegas tu húmeda efigie contra la seca tela.

Una vez con la conciencia al 56% despierta, dependiendo del sujeto, sales de la sala higiénica en camino a nutrir y acallar esas ladrantes tripas. Preparas tu cotidiana dosis alimentaria de hidratos, proteínas, cereales y fruta. Seguidamente, conectas la cafetera eléctrica. Transcurrirán unos minutos de espera hasta el recibimiento en boca de la absenta marrón. Al fin llegó el momento. A diferencia del despertador, te encanta esta alarma, la onomatopeya emitida por el café filtrándose y cayendo finalmente en el recipiente de la máquina. Tomas una taza de la alacena y viertes el brebaje en su interior.

Tras finalizar la recogida de tu bebida desperezadora, te sientas a la mesa y enciendes la radio. Sintonizas el dial óptimo para tu ánimo. Eliges la sección musical. Las noticias de política te inducen a regresar rápidamente a la cama. Suena algún viejo éxito sesentero o setentero. Monologo interior—Brutal la parte de la canción sonante ¡¡¡Uff!!! Ese solo de guitarra lo reproduce el inmortal mago de las seis cuerdas, Hendrix, en exclusiva.

Sorbes pausadamente el elixir. Captas sus notas y matices con incisiva ignorancia de nociones en la materia—ojalá asistieras a una cata de cafés—. No dispones de tiempo para más distracciones. La obligada ducha y vestirse para acudir a las responsabilidades.

Lectura durante el último mes del físico Albert Einstein. El tiempo es relativo. Tú vives toda esta rutinaria historia a cámara lenta y realmente acontece en menos de 15 minutos. El correcaminos normaliza su velocidad. Yo adecuo/adapto el ritmo de vida a mi percepción.

Una cuantificación de acuerdo con las marcas temporales de ese preciso mecanismo. Un instrumento que no se agota en el objeto visible. También se palpa su tic-tac subterráneamente, en los sótanos del pecho, mediante sus movimientos de sístole y diástole—indicador de la vida y su detenimiento, el sueño eterno.

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