martes, 1 de octubre de 2019

Cada letra que dejo con mi pluma acostumbra a evocar una astilla clavada en la memoria. Las vivencias  incrustadas son lastimosas, pero también se cuentan aquellas placenteras, pese a que la nívea espuma temporal de las primeras resulta más espesa, frente la tímida y volátil caricia de los instantes atesorados.

Es por ello que el recuerdo de los días lacrimógenos empapa más la substancia del texto y concede el peso protagonista a los sentimientos con los que el lector se cruza, cual tarde parisina lluviosa. Bajo el telón celeste nacarado, las policromáticas luciérnagas de la ciudad prenden la nebulosa estampa. Las contemplamos a través de los húmedos ventanales, al son del repiqueteo de las gotas, en una resguardada y solitaria cafetería de escasa clientela prestando oído a un nostálgico blues; metáfora de las coetáneas  derrotadas notas del corazón: El retrato de un ambiente bohemio.

De este modo, con ese "perfume del norte europeo"—vástago de Bohemia—, tiende a engalanarse gran parte de la literatura, por lo menos es una característica de la mía, máxime en la estación de los hermosos tonos terrosos tintados en la hojarasca, la vuelta de las golondrinas, su jugueteo con el cortante viento y el vendimiar. La recolecta del revitalizante y caldeado vino previamente al azote de las implacables heladas; el marchitamiento y despedida del festejo en la naturaleza, con fantasmales noches hasta recibir el germinante llanto de la neonata primavera.

J.B.B

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