La frialdad del carácter acostumbra a ser un mecanismo de defensa. Se erige un muro helado para no sufrir nuevamente. La razón y la lógica responden a una perfecta estrategia de protección en cientos de ocasiones, de fingir impasibilidad y apartar de sí el padecimiento de antaño. Sin embargo, en su fuero interno persiste la ardiente llama que hace tiempo expresaba y demandaba amor y cariño.
¿Y que otra cosa aporta la mencionada frialdad?
A mi entender, brinda una falsa sensación de seguridad. Damos por hecho que somos altamente resistentes debido a la sólida estructura geométrica que construimos. Si acudimos a la inspiradora y sabia naturaleza como ejemplo, obviamos que los gigantescos, majestuosos y sublimes témpanos de hielo flotantes se desploman en el vasto océano. A lo polar nada más que lo cobija ese clima.
En otras palabras, lo polar es prisionero de sí, de su quietismo [está atrapado en esa estructura-cárcel glacial] y pesantez, e incapaz de quebrar dicha jaula y desplazarse a otras latitudes o regiones ¿ventaja? Lo dudo. Por el contrario, a la naturaleza gélida le invade la impotencia de saber que su aparente invencibilidad es como el vapor de agua de una cascada elevado hacia el vacío fantasmal, o bien un fugaz y escurridizo arcoíris.
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